¿Es posible entender la cultura y la sociedad contemporáneas, sin reconocer sus raíces cristianas?

Ésta es una pregunta para leer dos veces y reflexionar a fondo.  

Toda sociedad se erige bajo unos pilares que la constituyen y le dan forma, el ser humano evoluciona en base a sus predecesores y, en consecuencia, toda, absolutamente toda disciplina científica, ya sea la física, la astrología, la cosmología o la medicina, se asienta sobre estudios anteriores que le abren camino y le permiten afirmar sus postulados actuales con determinación y rigor.

Así, nuestra contemporaneidad se inscribe sobre un pasado, el cual se fundamenta a su vez en dos ciudades: Atenas y Jerusalén.

Es la idea del Gran Diálogo que Bernardo de Chartres definió perfectamente en el siglo XII y que, a día de hoy, siguen citando grandes filósofos contemporáneos: «Somos como enanos sentados sobre hombros de gigantes, para ver más cosas que ellos y ver más lejos. No porque nuestra visión sea más aguda o nuestra estatura mayor, sino porque podemos elevarnos más alto gracias a su estatura”.

¿Por qué entonces esta necesidad imperiosa de borrar y obviar las raíces culturales y antropológicas que nos definen? 

Nicol, en su Metafísica de la expresión, afirma que los caracteres de una época no surgen espontáneamente de su mismo seno: el pasado es el suelo donde germinaron los frutos originales del presente. Y es que, por grande y original que pueda ser el método de un pensador, éste discurre siempre por los laterales de una ruta central, una especie de eje trazado a lo largo de siglos y siglos de debate filosófico, antropológico y cultural.

Para intentar COMPRENDER (si es que tenemos esa necesidad), debemos ver siempre cómo lo han hecho los anteriores. Y en esa aventura, hallaremos a menudo más coherencia que en muchas de las afirmaciones que emitimos en la actualidad (véase el antiguo atomismo de Lucrecio…). 

Tristemente, nos hemos alejado por completo de la pregunta esencial sobre el SER y a su vez, de los pensadores, las teorías y los textos que nos han llevado a ser quiénes somos, aunque nuestra ignorancia no esté ni mucho menos superada. 

Puede parecer una opinión radical y hasta “poco inclusiva” dirán algunos, pero sin conocer previamente estas bases, sin sentir un verdadero interés por ellas, me parece ofensivo participar, afirmar o incentivar cualquier tipo de debate ético, antropológico, sociológico o moral. Quizás por eso las tendencias e ideales actuales, excesivamente relativistas, egocéntricos y a menudo absurdos, me merecen tan poco respeto y credibilidad.

¿Y tú? ¿qué quieres pensar de nuevo si no conoces lo antiguo?

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