Elisa lloró y lloró, la noche en que observó que su alergia había desaparecido.
Los pesados síntomas que hasta entonces le habían estado atormentando, se esfumaron como por arte de magia la primera noche que su marido pasó fuera de casa.
Elisa lloró y lloró aquella madrugada, en la que descubrió un ápice de lo que podría ser su vida a partir de ahora. De lo que representaría vivir sin él. Ya no más picores. Se acabó estornudar. Por fin podría desprenderse de aquel manto de energía negativa que tanto le atormentaba. Aquella madrugada, Elisa empezó a despertar.
Hasta entonces no había encontrado la fórmula que paliara tan molesto picor. A un prurito que le volvía loca, se unían escandalosos estornudos, siempre derivados en un torrente de mucosidad acuosa con la que cada día podía llegar a empapar más de tres pañuelos. Uno de tantos médicos a los que había consultado, le dijo una vez que su exagerada reacción podía verse agravada por los componentes de la celulosa que albergaban los pañuelos desechables, y por esa razón, Elisa utilizaba únicamente los de algodón 100%. Esos había que lavarlos y además Elisa también los planchaba y de paso, cuando veía todo ese montón de pañuelos en la colada, se recordaba a si misma cuan desafortunada era.
Aquella noche, la gran cama de metro 50 era toda para ella. A pesar de que intentó echarle de menos, sus esfuerzos fueron en vano.
Y entonces Elisa lo comprendió…
Necesitaba recuperar toda esa energía que había estado malgastando los últimos años de su vida. Aún podía ser feliz. Se descubrió a si misma de nuevo. Saboreó un poco de lo que podría ser volver a sentirse en paz consigo mismo y con la vida.
Tras tanto tiempo sufriendo esa horrible alergia, creía haberse vuelto resistente a cualquier medicamento para aliviarla, pero el único problema es que hasta entonces aún no había dado con el componente alérgeno en cuestión. Y quien iba a imaginar que su marido era el causante de todos esos cuadros pruriginosos.
Teniendo en cuenta que Elisa arrastraba esa lacra desde hacía varios años, al percatarse de su posible antídoto, no pudo hacer más que llorar. Y lloró y lloró; y quizás en el fondo era de alegría. Quizás su alma, harta de restar tan olvidada, auguró que por fin empezaban a tenerla en cuenta. Aquella no era sino una forma de expresar como se sentía.
Abrumada, comenzó a imaginar cómo le comunicaría a su marido tal descubrimiento. Le preocupaba la idea de que el pobre pudiera llegar a sentirse como un ácaro, aquellos individuos microscópicos (que cual dioses están presentes en todas partes) y a los cuales acostumbra a atribuirse la mayoría de cuadros alérgicos.
Le diría simplemente que había redescubierto el amor; pero para ello no le había echo falta reemplazar su puesto en la cama. Paradojas de la vida, Elisa reencontró el amor, pero consigo misma. Ese amor propio que hacia tanto que no practicaba.
Esa alergia era la manera que su cuerpo y su alma tenían de decirle, de suplicarle a gritos que les tuviera más en cuenta. Que los quisiera un poco más. Hartos de dar sin recibir a cambio tan solo migajas… Ahora, por fin, Elisa empezaba a tomar las riendas de su vida.